Redonda o cuadrada, la pizza, como los tallarines, forma parte del recetario italiano legado al mundo moderno. Originaria de la ciudad de Napoli, fue sin embargo en los EEUU que, luego de la 2da Guerra Mundial, se transformó en un portento masivo y planetario.
Se atribuye, incluso, su consabida redondez al mercado estadounidense, poblado por un vasto número de migrantes napolitanos y sicilianos en la ciudad de Nueva York. Mito o no, lo cierto es que es en esa redondez de reglamento que llegó a territorios como el peruano.
En Italia, sin embargo, la pizza ‘al taglio’ –un corte levemente rectangular– es de consumo cotidiano en las grandes ciudades, digamos que desde Roma hacia el extremo sur del país.
Son muy discutidas versiones antojadizas como la Hawaiana (salpicado con trozos de piña) y aquella que en franquicias norteamericanas suele ofrecerse como la modalidad NY, con carne res picada y ese sucedáneo del ají así llamado peperoncino, aunque reconvertido en gringolandia.
En verdad la pizza es de lo más versátil en cuanto a salsas y componentes, fuera del tomate y la mozzarella. Pero la polémica sobre sus posibles acompañantes en el género bebible carece de sentido. La idea de servirla con cerveza o sangría solo fatiga la infamia. El emparejamiento –que no “maridaje” o servinacuy– por antonomasia es una enhiesta y sólida botella de vino.
Y aquí en @virtute.vinos las tenemos a mares. Por ejemplo, una buena opción para una Margherita clásica sería un Chianti “Pontormo” DOCG de la Toscana de la bodega @castellidelgrevepesa y si le entran a propuestas más faltosas (con durazno o la consabida piña), pues el desafío no arredraría un blanco como un Friulano DOC de la bodega @lamagnoliacantina
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